El espinoso es un pez que abunda en la península ibérica. Tiene cuatro espinas dorsales independientes. Su ciclo reproductivo se inicia en abril, cuando el macho comienza a construir un nido. Es la única especie peninsular que actúa así, de forma parecida a las aves. Y también uno de los pocos peces en el mundo que construye un nido; lo hace con restos vegetales, que va apilando y coloca sobre una hendidura que previamente excava en el sustrato.
Cuando tiene el nido acabado, empieza a buscar una hembra, en competencia con los demás machos. En el momento en que la hembra aparece, empieza a bailar en zigzag junto a ella para conquistarla. Ella opta por huir o bien por mostrarle su vientre grávido, nadando sobre él, en señal de aceptación. Entonces, el macho se gira y le muestra el camino hacia el nido. Ella le sigue y entran los dos en el nido. Allí el macho estimula a la hembra con pequeños toques hasta que realiza el desove. Normalmente “pone” unos 100 pequeños huevos y se marcha del nido, invitada por el macho. El macho fertiliza los huevos, los cuida, ventila, limpia y vigila hasta que eclosionan los alevines. Se queda con ellos hasta que puedan defenderse por sí mismos, para protegerlos de los depredadores. Cuando acaba su tarea, exhausto por el esfuerzo, acostumbra a morir.
Así explicaba la prodigiosa historia del espinoso el etólogo holandés Nikolaas Tinbergen en un libro de 1951 titulado El estudio del instinto.
Timbergen también analizó a fondo el mundo de las abejas, y descubrió lo que ocurre tras la muerte de una abeja reina. Las obreras alimentan un cierto número de huevos para formar nuevas reinas. Las dos primeras que salen del huevo se enfrentan entre sí en combate a muerte. Como en la película Los Inmortales, “solo puede quedar una”. La que sobrevive será la nueva reina, y las abejas reproductoras devoran el resto de huevos. Es lo que Edgar Morin llamaba un “acontecimiento programado”, sistémico, inscrito en el capital genético de la especie, sin explicación científica lógica. Se producen de manera implacable, mecánica, a diferencia de los acontecimientos aleatorios, inesperados, no previstos por el sistema.
Pues bien, los seres humanos también funcionamos a menudo con acontecimientos programados. Así, en un sistema democrático, las elecciones forman parte del determinismo programado, no del azar ni de la improvisación. Votar tiene un carácter sagrado, es la ceremonia más importante de participación del ciudadano (aunque no debiera ser la única) en la vida política del país. No cabe la improvisación. Todo ha de estar muy bien preparado. Los gobernantes tienen que garantizar, incluso cuando haya dificultades graves, sí, incluso en caso de pandemia, las condiciones para ejercer el voto. No hay excusa, es algo programado, se sabe cuándo va a ocurrir si se dan determinadas circunstancias, y una vez se ponen en marcha los mecanismos, no se puede parar, ni suspender, ni aplazar, salvo que haya un acuerdo unánime y la normativa electoral lo permita.
Los comicios son un acontecimiento programado que está en el ADN de la democracia, en su programa genético, como el comportamiento del espinoso o el duelo a muerte de las aspirantes a reinar en la colmena.
Cuando llega el momento y se agota la legislatura, hay que votar, no sirven excusas ni prórrogas. Si un gato no recibe estímulos visuales durante los primeros 21 días desde su nacimiento, se queda ciego. Si nos privan de votar cuando corresponde, aunque nos permitan viajar en metro, llevar a los niños al colegio o hacer deporte al aire libre, nos están privando de un derecho fundamental. Y nuestra democracia empezará a dar signos de ceguera.
José-Manuel Silva
Periodista y abogado
Profesor de Periodismo UAO/UAB